Comúnmente la encontrábamos en la solera, sentada tristemente para recordar, recordar eso que tanto amaba. Las lágrimas brotaban como lluvia en cumulonimbos y mares de agua salada bañaban sus montañosos pómulos. En su mente la carita se hacía presente, y por las noches, en el día, malintencionada, como pesadilla, la palabra "mamá", insignificante ahora, la visitaba para atormentar cada atisbo de alegría. El llanto, fundido en la soledad, conformaba la cotidianidad de esta mujer, que por joven supo reír, y por inexperiencia pudo matar. No sé con exactitud en qué parte el reloj detuvo la vida de su hija para detener súbitamente la existencia de la atormentada. Joven, muy joven, extramadamente diría yo. Absurda la hora en que alguien nace y muere de rosa. Ridículo el día en que los vestidos alcanzan la desnudez.
Sufrió tanto que olvidó el automatismo. Comer. ¿Qué era comer cuando de sus senos brotaba llorando la leche ahogada en calostro, si litros llenó para otras bocas y a su hija sólo agua en maceteros?
La ignominia se apoderó de su vida. En la prensa, por las calles, tras su espalda, su vida atrás, todo era entretención. Y en aquella misma solera: madres dejaban a sus hijos en furgones. Niños saludables y risueños, de ojos palpitantes y pisadas inocentes, jugaban frente a sus rodillas flectadas, jugaban frente al cigarro que humeaba, jugaban frente a la solera cubierta de cenizas.
Saltó etapas como quien adelanta una película. Todo en pocos días. Atravesó la esperanza y la desilusión, el amor y el odio, hacia un mismo Dios, hacia una misma humanidad. Infancia, palabra anhelada, infancia, palabra vetada.
No quiso saber de ropitas, de manitos, no, nada de eso. Se encerró.
Su vida fue tornándose negra, se sentía tras barrotes. No salía a la calle. Los pájaros ya no cantaban en la mañana y la luna lucía opaca por las noches. Aturdida por la soledad y el descalabro olvidó el origen de sus lágrimas y el por qué de la ausencia de familiares y amigos. Quizá un enojo -pensaba- ¿Qué había pasado que ella no recordaba? ¿Por qué el mundo era completamente gris ahora?
Y así comenzó a escribir su historia. Cambiaba lentes para ver con ellos en distintas tonalidades. Su alma se desequilibraba cada día un poco más. Se movía por pasadizos de olvido y espejos de recuerdo. Estaba desarmada frente a ella misma y el fantasma de su hija.
Y la ropa rosada que jamás desempacó no sirvió para vestir el mundo. Todo ennegreció más aún. Nadie sonreía. Las personas eran demonios. El amor cada vez se transformaba más en rencor, contra Dios, contra su familia, contra sus amigos, ella estaba sola y comenzó a amarse, a sí misma, para terminar de una buena vez con el sentimiento que quemaba cada una de sus entrañas.
Así fue cuando al quinto día del deceso se enteró que su hija había muerto de cáncer. Sí, esa maldita "enfermedad" que mata a millones de personas en distintas latitudes. Esta vez le había arrebatado su único tesoro. ¿Pero por qué? Se preguntaba. Y no encontraba respuesta. ¿Tan perverso era su Dios? ¿Por qué se llevaba a una niña de piel fresca y ojos tiernos?
Pulmonar, pulmonar. Retumbó fuerte en su cabeza. Cáncer pulmonar. Aclaró un panorama que de claro sólo tenía lo opuesto.
Del amor propio pasó a la más grande de las aversiones, aquella que atraviesa la auto-estima.
¿¡Cómo fui tan estúpida!?
¿¡Cómo no me di cuenta antes de todo esto!?
¿Cómo no fui más precavida? Ésto pude haberlo evitado.
Por eso vivió el resto de su vida con un inmenso dolor. La verdad atormentó cada segundo del reloj en su muñeca y los ojos en sequía, el corazón indefenso, las manos temblorosas y principalmente el tiempo dictador, tirano, villano había terminado por marchitar su existencia. Le cortó las alas. ¡Qué amarga se puso su vida! (más amarga aún)
No podía vivir con esa culpa. Finalmente murió.
Sabemos que durante tres años después de la pérdida fumó dos cajetillas diarias de los cigarrillos más fuertes que conocía, no por vicio, no por angustia. Fue la manera que encontró de suicidarse y a la vez morir de la misma forma en que ella mató a su hija.
Sufrió tanto que olvidó el automatismo. Comer. ¿Qué era comer cuando de sus senos brotaba llorando la leche ahogada en calostro, si litros llenó para otras bocas y a su hija sólo agua en maceteros?
La ignominia se apoderó de su vida. En la prensa, por las calles, tras su espalda, su vida atrás, todo era entretención. Y en aquella misma solera: madres dejaban a sus hijos en furgones. Niños saludables y risueños, de ojos palpitantes y pisadas inocentes, jugaban frente a sus rodillas flectadas, jugaban frente al cigarro que humeaba, jugaban frente a la solera cubierta de cenizas.
Saltó etapas como quien adelanta una película. Todo en pocos días. Atravesó la esperanza y la desilusión, el amor y el odio, hacia un mismo Dios, hacia una misma humanidad. Infancia, palabra anhelada, infancia, palabra vetada.
No quiso saber de ropitas, de manitos, no, nada de eso. Se encerró.
Su vida fue tornándose negra, se sentía tras barrotes. No salía a la calle. Los pájaros ya no cantaban en la mañana y la luna lucía opaca por las noches. Aturdida por la soledad y el descalabro olvidó el origen de sus lágrimas y el por qué de la ausencia de familiares y amigos. Quizá un enojo -pensaba- ¿Qué había pasado que ella no recordaba? ¿Por qué el mundo era completamente gris ahora?
Y así comenzó a escribir su historia. Cambiaba lentes para ver con ellos en distintas tonalidades. Su alma se desequilibraba cada día un poco más. Se movía por pasadizos de olvido y espejos de recuerdo. Estaba desarmada frente a ella misma y el fantasma de su hija.
Y la ropa rosada que jamás desempacó no sirvió para vestir el mundo. Todo ennegreció más aún. Nadie sonreía. Las personas eran demonios. El amor cada vez se transformaba más en rencor, contra Dios, contra su familia, contra sus amigos, ella estaba sola y comenzó a amarse, a sí misma, para terminar de una buena vez con el sentimiento que quemaba cada una de sus entrañas.
Así fue cuando al quinto día del deceso se enteró que su hija había muerto de cáncer. Sí, esa maldita "enfermedad" que mata a millones de personas en distintas latitudes. Esta vez le había arrebatado su único tesoro. ¿Pero por qué? Se preguntaba. Y no encontraba respuesta. ¿Tan perverso era su Dios? ¿Por qué se llevaba a una niña de piel fresca y ojos tiernos?
Pulmonar, pulmonar. Retumbó fuerte en su cabeza. Cáncer pulmonar. Aclaró un panorama que de claro sólo tenía lo opuesto.
Del amor propio pasó a la más grande de las aversiones, aquella que atraviesa la auto-estima.
¿¡Cómo fui tan estúpida!?
¿¡Cómo no me di cuenta antes de todo esto!?
¿Cómo no fui más precavida? Ésto pude haberlo evitado.
Por eso vivió el resto de su vida con un inmenso dolor. La verdad atormentó cada segundo del reloj en su muñeca y los ojos en sequía, el corazón indefenso, las manos temblorosas y principalmente el tiempo dictador, tirano, villano había terminado por marchitar su existencia. Le cortó las alas. ¡Qué amarga se puso su vida! (más amarga aún)
No podía vivir con esa culpa. Finalmente murió.
Sabemos que durante tres años después de la pérdida fumó dos cajetillas diarias de los cigarrillos más fuertes que conocía, no por vicio, no por angustia. Fue la manera que encontró de suicidarse y a la vez morir de la misma forma en que ella mató a su hija.
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